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Irlanda y Argentina: espejos torcidos de la historia

  • Foto del escritor: Dani Russo
    Dani Russo
  • 25 sept
  • 8 Min. de lectura

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La pregunta de fondo es simple pero incómoda: ¿por qué en Irlanda funciona un modelo que combina apertura a multinacionales y disciplina fiscal con un Estado que, al mismo tiempo, garantiza educación, salud y ayudas sociales, mientras en Argentina esa fórmula fracasa una y otra vez?.

La comparación parece arbitraria: un país pequeño en el borde del Atlántico Norte y otro gigante en el sur de América Latina, con trayectorias históricas muy distintas. Sin embargo, mirar los dos casos en paralelo ayuda a entender los límites y las posibilidades de cada proyecto nacional.




El “Celtic Tiger” y el pacto pragmático

En los años ochenta, Irlanda estaba en caída libre: deuda asfixiante, inflación, desempleo juvenil del 20% y un flujo constante de emigrantes hacia Inglaterra o Estados Unidos. Allí nació el “Celtic Tiger”, no como un milagro espontáneo, sino como un pacto social pragmático. Gobierno, sindicatos y empresarios firmaron los Programmes for National Recovery: los sindicatos moderaban sus reclamos salariales, el Estado bajaba impuestos al trabajo y garantizaba mínimos de protección social, y las empresas obtenían estabilidad para invertir.


No fue un acuerdo ideológico, fue de supervivencia. Los sindicatos entendieron que apretar demasiado la soga podía vaciar el país, y eligieron perder un poco para no perderlo todo. A cambio, el salario neto mejoraba por la baja impositiva y se preservaban derechos básicos en salud y educación.


En Argentina, intentos parecidos nunca pasaron de la foto inicial. La diferencia es que aquí los salarios formales muchas veces son miserables en términos reales, los impuestos al consumo devoran lo poco que se gana, y el Estado no garantiza servicios públicos de calidad. Bajo esas condiciones, ningún sindicato puede justificar moderación: si tu base ya vive en la precariedad, aceptar un pacto es suicidio político.



Neoliberal en lo económico, pseudo keynesiano en lo social

El modelo irlandés es un híbrido extraño. Por un lado, en lo económico aplica lógica neoliberal: impuestos corporativos ultrabajos, apertura total a multinacionales, disciplina fiscal estricta. Irlanda se volvió un paraíso fiscal para gigantes tecnológicos y farmacéuticos de Estados Unidos. Apple, Google, Meta o Pfizer instalaron allí sus sedes europeas gracias a un impuesto corporativo del 12,5% (y, en la práctica, menos con excepciones).


Pero al mismo tiempo, Irlanda mantiene un piso de Estado de bienestar: educación pública de calidad, subsidios básicos, sanidad pública (aunque complementada con privada) y una red mínima de contención. La lógica fue clara: atraer capital global, pero sin abandonar del todo el contrato social interno.


En Argentina, esa combinación nunca funcionó. Cuando abre la puerta a las multinacionales, éstas llegan a un mercado chico, inestable, con regulaciones cambiantes y sin ancla institucional como la Unión Europea. El resultado suele ser precarización, fuga de divisas y poco derrame local. Cuando intenta aplicar políticas sociales, la debilidad fiscal y la corrupción hacen que el gasto no se traduzca en confianza, sino en sospechas de clientelismo o despilfarro.



LA PARADOJA FISCAL

La contradicción es evidente: las multinacionales pagan poco, los ciudadanos pagan mucho. El impuesto corporativo bajo atrae a los gigantes globales, pero son los trabajadores quienes sostienen con IVA alto e impuestos personales un Estado de bienestar que, sin embargo, logra devolver servicios concretos. La clave está en que las multinacionales traen salarios altos y miles de empleos calificados. Esa riqueza indirecta alimenta la recaudación y permite que los impuestos de los ciudadanos no se sientan como un saqueo, sino como parte de un contrato social donde lo que se paga vuelve en salud, educación o subsidios a los más necesitados.


En Argentina, el esquema se rompe: los sueldos son bajos en dólares, la presión impositiva es igual de alta, pero los servicios estatales no funcionan como deberían. Resultado: el impuesto se vive como saqueo, no como pacto.



La crisis de 2008: austeridad con brújula

El punto de quiebre para Irlanda fue la crisis financiera de 2008. El estallido de la burbuja inmobiliaria arrasó bancos y disparó el desempleo. El país debió aceptar un rescate europeo con condiciones durísimas: recortes sociales, congelación de salarios públicos, despidos en el Estado.


La diferencia con Argentina no estuvo en la magnitud del dolor, sino en la claridad de la hoja de ruta. El gobierno irlandés comunicaba plazos, metas y horizontes: se sabía cuánto duraría la austeridad y cuál era el objetivo. El sistema político, aunque tensionado, sostuvo los acuerdos básicos. Nadie propuso salir de la Unión Europea ni dinamitar el modelo.


En Argentina, los ajustes suelen ser erráticos, con cambios de rumbo cada pocos meses, sin horizonte ni reglas claras. Y encima, acompañados por escándalos de corrupción que refuerzan la idea de que el sacrificio de las mayorías financia la fiesta de las elites.



Colonización, religión y herencias culturales

 La explicación también está en la historia profunda. Irlanda fue colonia inglesa durante siglos. La dominación no fue solo política y económica, sino también cultural y religiosa. Inglaterra intentó imponer el protestantismo, pero los irlandeses conservaron su catolicismo como bandera de identidad y resistencia. Durante generaciones, la fe católica funcionó como refugio y como disciplina: un marco moral de obediencia, sacrificio y comunidad. La Iglesia controlaba la educación, la vida familiar y hasta la política. Aunque hoy Irlanda sea mucho más secular, esa tradición dejó huellas: la idea de soportar la adversidad como mandato moral y confiar en la comunidad para sobrevivir.


En América del Sur la historia fue distinta. El catolicismo llegó impuesto por la colonización española y portuguesa, no como identidad de resistencia, sino como herramienta de dominación. Fue un yugo que sirvió para legitimar jerarquías sociales y la subordinación de los pueblos originarios. La religión era obligación, no refugio: marcaba obediencia a Dios y al rey, y se entrelazaba con las elites criollas que heredaron el poder tras la independencia. Eso dejó una huella de desconfianza hacia la institución eclesiástica, que en muchos casos fue vista como aliada de los poderosos más que del pueblo.


Así, la misma religión operó de forma opuesta: en Irlanda como sostén comunitario frente al poder colonial, en América del Sur como aparato de control que legitimaba desigualdades. Esas diferencias explican por qué el sacrificio colectivo en Irlanda pudo asumirse con resignación moral, mientras en Argentina el mandato de obediencia dejó más heridas que cohesión.



La Unión Europea como paraguas

Hay un factor decisivo: la Unión Europea. Desde que Irlanda ingresó en 1973, recibió fondos agrícolas, subsidios y financiamiento para modernizar infraestructura y educación. En 2008, cuando todo colapsó, Bruselas impuso austeridad, sí, pero al mismo tiempo ofreció un mercado común y la certeza de que Irlanda no quedaría sola.


Argentina, en cambio, enfrenta sus crisis con el FMI: un prestamista que presta y cobra, sin ofrecer integración ni solidaridad regional. Es la diferencia entre pertenecer a un club exigente pero protector, o recurrir al usurero que te apunta con la letra chica.



EL LADO ¨B¨ IRLANDÉS

 Nada de esto significa que Irlanda sea un paraíso sin grietas. El transporte público es caro y deficiente, los alquileres son altísimos y la crisis habitacional es una de las más graves de Europa. Muchos jóvenes no pueden emanciparse y las listas de espera para acceder a vivienda social son interminables. Dublín, pese al boom económico, muestra calles sucias, servicios urbanos lentos y un costo de vida que expulsa a la clase media. A esto se suma la estigmatización de comunidades marginales, como los “knackers”, señalados como vagos mantenidos por el welfare. Sí, allá también hay ¨choriplaneros¨.


En definitiva, Irlanda puede ser un paraíso para Google o Pfizer, pero no siempre lo es para el ciudadano común que paga la mitad de su sueldo en alquiler o espera un bondi que nunca llega. El modelo funciona en lo macroeconómico, pero convive con contradicciones cotidianas que golpean fuerte a la vida urbana en lo micro.



Impuestos y bienestar cotidiano

La clase media irlandesa siente fuerte el peso impositivo: paga entre 20 y 40% de su ingreso en tributos, además de un IVA del 23%. Sin embargo, lo que se paga se traduce en servicios tangibles. Hay colegios públicos aceptables, subsidios por desempleo, transferencias familiares y una red básica de seguridad. La clase baja, por su parte, está más protegida: recibe ayudas sociales directas, exenciones y subsidios que hacen que la carga impositiva no se perciba como un castigo. El problema no es tanto el impuesto en sí, sino la estigmatización de quienes dependen del welfare, que son vistos como carga social.


El sistema de salud es la gran contradicción. El Health Service Executive cubre atención primaria y emergencias, pero las listas de espera son larguísimas y faltan médicos porque emigran a otros países. Eso obliga a que un tercio de la población contrate seguro privado para evitar esperas. En comparación con Argentina, donde la salud pública sobrevive a los tumbos pero responde en la emergencia, en Irlanda la sanidad se resiente en lo especializado, justo en un país que presume de modernidad.



la industria de los visados y los cursos de inglés

Irlanda es uno de los pocos países de Europa que mantiene sus puertas abiertas para estudiantes extranjeros que quieren aprender inglés. Esta política no nació de un espíritu altruista, sino de una estrategia económica calculada. Después del Brexit, cuando el Reino Unido endureció sus condiciones migratorias, Irlanda se posicionó como alternativa: mismo idioma, dentro de la Unión Europea, con permisos de estudio y trabajo a la vez.


Los cursos de inglés se transformaron en una industria millonaria. Miles de estudiantes, especialmente de América Latina y Asia, pagan matrículas, consumen en bares y supermercados, y alquilan habitaciones a precios que engordan el mercado inmobiliario. Para el Estado, son divisas frescas; para las academias, un negocio sostenido; y para el país en general, un flujo de mano de obra barata que mantiene a flote sectores como la hostelería y el delivery.


El atractivo principal está en el tipo de visado: a diferencia de Reino Unido o Estados Unidos, Irlanda ofrece a los estudiantes de inglés la posibilidad de trabajar part-time mientras estudian. Esto convierte a Dublín en un imán, aunque también genera tensiones: los estudiantes ocupan espacios en un mercado de alquiler ya colapsado y aceptan trabajos mal pagos, lo que produce roces con trabajadores locales.


Así, Irlanda convirtió algo tan básico como el aprendizaje del idioma en un modelo económico más: exporta inglés, importa estudiantes, cobra impuestos indirectos y sostiene un sector de servicios con mano de obra migrante. Es, en miniatura, la misma lógica que el país aplica en lo macro: atraer capital extranjero, tolerar contradicciones internas y sobrevivir a fuerza de pragmatismo.



AJUSTE Y PERCEPCIÓN SOCIAL

En Irlanda, los ajustes se vivieron como duros pero con salida posible. En Argentina, cualquier ajuste se percibe como castigo inútil porque, demasiadas veces, lo fue: préstamos que se fugaron, corrupción estructural, beneficios concentrados en pocos, mientras la mayoría apenas sobrevive. El obrero irlandés, aunque golpeado, conservaba servicios públicos y un salario neto que no se pulverizaba. El trabajador argentino, en cambio, ve que cada recorte lo empuja a la intemperie, mientras los de arriba quedan a salvo.


La clave está en la confianza social. En definitiva, Irlanda pudo sostener un Estado neoliberal en lo económico y keynesiano en lo social porque tenía tres elementos que Argentina no logró consolidar: un consenso mínimo entre sindicatos, empresarios y Estado; un ancla externa fuerte en la Unión Europea; y una cultura histórica que tolera el sacrificio como parte de la supervivencia.

Argentina, en cambio, arrastra la herencia de la abundancia fácil, la fragmentación política, el sindicalismo combativo y la corrupción que rompe cualquier contrato social. Allí donde Irlanda vio austeridad con horizonte, Argentina ve ajuste como estafa. La economía no es solo números: es confianza. Irlanda eligió creer en Europa, en la disciplina fiscal y en el pragmatismo de sus pactos. Argentina todavía discute si creer en sus dirigentes o prender fuego todo para empezar de nuevo.



mi propia conclusión

Al final, lo que Irlanda y Argentina muestran es que los modelos no se exportan como si fueran recetas de cocina. El “milagro” celta fue pragmatismo, disciplina y un colchón europeo que sostuvo el dolor con horizonte. Argentina, en cambio, lleva décadas atrapada entre promesas incumplidas, ajustes percibidos como saqueos y una dirigencia que desgasta la poca confianza social que queda. La lección amarga es que sin reglas claras ni un contrato social creíble, cualquier sacrificio se siente estafa y cualquier ajuste se vuelve un martirio sin sentido. Irlanda sobrevivió porque creyó que el futuro valía el dolor; Argentina sigue dudando si vale la pena sufrir cuando el botín siempre termina en los mismos bolsillos.


 
 
 

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