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la gastronomía como dispositivo de poder

  • Foto del escritor: Dani Russo
    Dani Russo
  • 17 oct
  • 8 Min. de lectura

La comida no es solo alimento, es también un conjunto de prácticas (menús, dietas, políticas públicas, modas), discursos (healthy, foodie, slow food, Michelin), instituciones (restaurantes, guías, influencers) que moldean cómo comemos, quién puede pagar, qué se legitima como “bueno”. La gastronomía actúa como dispositivo que clasifica, jerarquiza y distribuye cuerpos sociales.

El comer y las identidades que se generan al rededor del acto de alimentarse, por ejemplo la moda de “ser foodie” (basicamente, consumir brunchs caros y subir su foto a instagram), no es solo hambre fisiológica: es deseo producido y canalizado por un sistema que convierte la alimentación en mercancía y distinción.


Hoy en este artículo, analizo el ensamblaje de prácticas y discursos que organiza relaciones de poder en torno al comer.


Imagen: Fine Dining Lovers artwork
Imagen: Fine Dining Lovers artwork

LA MODA FOODIE


Hace más de dos décadas (por lo menos, en Argentina) surgió la moda foodie gracias al auge de blogs, redes sociales, booms de cheffs mediáticos y programas de TV que conviertieron la gastronomía (y por ende, la alimentación) en narrativa visual y aspiracional.

El disfrute de un buen café o un avocado toast divino se transforma en tendencia de consumo cultural, una especie de fiebre que tenemos de convertir la comida en pasatiempos, identidad individual y hasta en espectáculo.


CLAVES PARA ENTENDER LA MOVIDA FOODIE Y CUESTIONES PARA ANALIZARLA


Primero lo evidente: Acá hay un tema de estética: comer ya no es solo sabor, es como se ve. La foto del plato puede importar más que el plato en si mismo. Inclusive, un plato puede verse súper tentador en una historia de instagram, pero su sabor puede ser mediocre, o directamente, malísimo... ¡Pero que linda la fotito! Cualquiera de los followers que vea esa historia pensaría que ese plato es una delicia, cuando podría ser que no.


Otra cuestión es analizar esta moda como una forma de exploración (que debe ser mediatizada): Hoy día es valorada la experiencia de probar cosas “raras” o importadas (kimchi, matcha, ramen o chocolate de Dubai). Tenemos que probarlo todo y lo más importante: mostrarlo. ¿Para qué? Motivos hay varios, entre ellos el consumo aspiracional, el disfrute en tiempos de crisis, la necesidad de marcar cierto estatus y, por qué no, mantener el engagement con los followers que miran nuestras historias de instagram.


También es un tema de las narrativas al rededor de lo que consumimos: Cada plato viene con historia (“pan de masa madre fermentado 48 horas”, “hamburguesa smash al estilo NYC”, “risotto de quinoa con historia Inca¨ y más. De dónde proviene la receta, cómo es su forma de elaboración, o alguna narrativa que marque la distinción entre clavarte un sanguche en una panadería random, versus el disfrute (y el privilegio) de acceder a gastronomía con discursos que dan sentido a la experiencia fuera de lo cotidiano


Por otro lado, tenemos al consumo cultural (y por qué no, también aspiracional): ser foodie (o estar enganchado en la movida de los cafés de especialidad, la masa madre y el croissant relleno de pistacho) junto a compartirlo en redes sociales mientras se come, se convirtió en un status marker, branding personal y espectáculo social. Consumidores de modas dónde lo artesanal, lo importado o lo exótico son credenciales de buen gusto y de estatus.


Se podría decir que, por lo menos en Argentina, la moda foodie agarró recetas, productos y platos clásicos globales (hamburguesa, birra, café, brunch) y los transformó en marcadores culturales de clase y modernidad. Palermo, Belgrano y barrios similares son vitrinas donde se juega ese rol: el que pide IPA, flat white o avocado toast se posiciona como parte de la tribu global.


LA PERFORMANCE DEL PALADAR


El choripán, la empanada y el taco dejaron la esquina grasosa para treparse a la mesa de autor. La calle se volvió gourmet: ahora podés probar una empanada de hongos nativos, un choripán con queso azul fundido o un taco de mollejas con achiote. Es la lógica del lujo popular: tomar lo cotidiano y vestirlo de etiqueta.


Ir más allá de la“cocina fusión” con propuestas que mixturan culturas gastronómicas, por ejemplo un ramen con salsa criolla, bao relleno de osobuco, o ceviche con chipá. Es la cocina global jugando con ingredientes locales, un Frankenstein que rompe fronteras y también prejuicios. Un mestizaje radical... ¿Perdiendo la identidad cultural genuina del producto? La pregunta es retórica, la respuesta la dejo a tu criterio.


Algo divertido o fuera de lo común podríamos encontrar en cierta clase de ¨gastronomía interactiva¨. El plato ya no solo se come, si no que también se juega con él. Menús que cambian en tiempo real en cartas digitales (bueno, en realidad eso es inflación, no diversión), cocina molecular con burbujitas que explotan en la boca, preparaciones que el comensal finaliza en la mesa y más. Es la era de la experiencia inmersiva, donde la gastronomía coquetea con la performance.


¿Algo positivo? Un rescate culinario, el presente y la necesidad del consumo novedoso también mira hacia atrás. Cheffs, cartas de restaurantes e influencers rescatan algarroba, chañar, maíces criollos, los “sabores del monte” del NOA y el NEA Argentino. Ingredientes que estaban condenados al olvido (por lo menos por fuera de sus zonas de origen) hoy regresan en platos de autor, dándole identidad propia a la mesa argentina contemporánea.

Además ya no basta con decir “producto argentino”. Ahora el valor está en la trazabilidad absoluta: qué productor, qué granja, qué día de cosecha. Restaurantes que rotan la carta según la huerta municipal o que integran microhuertas al propio local. Comer se vuelve también saber de dónde viene lo que comemos.

También encontramos ecología, consciencia y ética en las propuestas gastronómicas. Ser vegano ya no significa resignarse a un plato desabrido. Hoy hay bifes de algas patagónicas, embutidos vegetales con sabores regionales y hasta proteínas de arroz del litoral. La cocina vegetal deja de ser sustituto y se convierte en protagonista con identidad propia.

Nada se tira: las cáscaras, tallos y hojas se transforman en insumos nobles. Un caldo hecho de carcasas, chips de cascaras de legumbre o ensaladas con hojas descartadas y bandejitas reciclables son ejemplo de cómo la sostenibilidad se convierte en sabor y discurso gastronómico.

El chocolate de Dubai podrá ser moda, pero el queso de cabra con mohos regionales o el kimchi de col silvestre son revolución cultural. El mundo de los fermentados (kombucha, yogures con bacterias autóctonas, chucrut de repollo) abre un abanico de sabores intensos y profundamente identitarios.

La nostalgia también se viste de gala. Los guisos, las milanesas y los sandwichs regresan a escena, pero con emulsiones, infusionados y crocantes inesperados. Lo hogareño se vuelve sofisticado, recordándonos que el confort también puede ser gourmet. En este punto nos detendremos más adelante para analizar la intersección entre clase social y consumo alimentario.


En conjunto, estas tendencias dibujan una Argentina gastronómica en plena tensión: entre lo global y lo local, lo callejero y lo de autor, la nostalgia y la experimentación. Comer hoy es también tomar posición cultural.


POLÍTICA, SOCIEDAD Y CULTURA DETRÁS DE CADA PLATO


La gastronomía se transforma en un dispositivo de clase. No es solo una cuestión de gusto: es capital cultural. Saber distinguir entre un flat white y un cortado, o entre cheddar original y queso fundido, es una forma de marcar diferencia. Y marcar la diferencia hoy día es primordial, porque vivimos en una época en que el sujeto se convierte en algo estandarizado y cada uno de nosotros desde nuestra individualidad, buscamos ser distintos, originales, evitar ser uno más del montón.

En este sentido, el foodie encarna lo que el filósofo Pierre Bourdieu ya dijo: el gusto no es inocente, es un campo de poder.

El Estado también interviene: programas como la “Guía Michelin Buenos Aires – Mendoza” apuntan a posicionar al país globalmente a través de abonos a los inspectores para que evalúen los restaurantes de ciertas regiones de Argentina (como Buenos Aires o Mendoza)  mientras en la mesa de los argentinos de clase media y baja la dieta básica se deteriora. Hay inversión gubernamental en promover gastronomía de elite mientras aumenta el consumo de fideos secos por ser lo más barato a la hora de llenar la panza de miles de argentinos.


Parecería menestér el poder disfrutar de algo en tiempos de crisis. El comer se vuelve una forma de escape. La clase media precarizada sostiene estos consumos como ritual de “seguir siendo alguien” en un país que se desmorona. La moda foodie se convierte así en un espejo cruel: mientras algunos hacen cola para comer bao buns a $15.000, otros sobreviven con guiso de arroz. Y ambos mundos conviven a dos cuadras de distancia.


NUEVOS POLOS GASTRONÓMICOS Y GENTRIFICACIÓN


El foodie argentino no es solo un consumidor curioso; es también un engranaje en un proceso de gentrificación y un actor de consumo aspiracional en medio de un país desigual. La moda gastronómica se sirve en redes, pero se cocina en ladonde ugares donde el precio de un brunch puede desplazar a una familia entera. La gastronomía “cool” no aparece por arte de magia: suele ser uno de los primeros síntomas de una transformación urbana.

Cuando un barrio empieza a coparse de hamburgueserías de autor, cafés de especialidad y wine bars, no solo cambian los menús: cambia el precio del alquiler, el público que circula y hasta el paisaje, la estética del barrio. En barrios como Palermo o Chacarita, un café con latte art es más que café: es señal de que el barrio progresa , que se “abrió al mercado” empezando a formar un nuevo polo gastronómico.


ACTORES DEL CONSUMO ASPIRACIONAL


En Argentina, donde la clase media vive bajo el yugo de la inflación y la precariedad laboral, salir a comer algo de moda se convierte en un pequeño lujo de pertenencia.

El foodie paga un brunch aunque eso le represente un esfuerzo económico, porque lo que está comprando no es solo comida: compra estatus, estilo de vida, identidad globalizada.

Esa dinámica es aspiracional porque el consumo no siempre se corresponde con la capacidad real de ingresos, sino con el deseo de estar “a la altura de” un circuito cultural global.

La moda gastronómica no es solo una tendencia cultural simpática, sino parte de una trama de poder urbano y desigualdad social.


ECONOMÍA COTIDIANA Y CULTURA DEL CONSUMO


En otra época, el horizonte de la clase media argentina estaba claro: trabajar, ahorrar en dólares y aspirar a la casa propia; quizás los más atrevidos también apuntaban a un título universitario. Hoy, con salarios pulverizados, inflación desatada y crédito hipotecario inexistente, ese sueño quedó obsoleto, se rompió. El poder de ahorro prácticamente desapareció: lo que no se gasta se lo come la inflación.


Ante lo imposible que se ha vuelto el proyectar a largo plazo, mucha gente se vuelca al consumo de bienes no durables: gastronomía, ropa, tecnología, experiencias culturales. Si no podés ahorrar para comprar una casa, esa plata la usás en un sushi, un viaje corto, un iPhone en cuotas o un café de especialidad. Es una especie de un “carpe diem” económico: mejor gastarlo ahora que perderlo mañana.

La gastronomía encaja perfecto porque ofrece lujos accesibles: un brunch o un vino natural están lejos de una casa, pero cerca del bolsillo y en cuotas.


El boom de la movida foodie no se explica solo por moda o por estética: también es un desvío del deseo frustrado de estabilidad. Antes, ahorrar y comprarse un terrenito era símbolo de futuro, a diferencia de hoy, que consumir un plato instagrameable es símbolo de presente. El foodie representa esa mutación cultural: de guardarla abajo del colchón para ladrillos a gastar en experiencias efímeras que al menos dan placer inmediato y capital simbólico.


No sucede solo Argentina. En gran parte del mundo luego de la crisis financiera global del 2008, con generaciones de millennials y centennials precarizados observando como el sueño americano-occidental se escurre como arena por las manos, la lógica es la misma: “no voy a tener casa ni jubilación, pero voy a pegarme un viajecito, comer rico en lugares cool, vivir el ahora”. Consumo aspiracional sin proyección patrimonial.


En una época donde el ahorro es parte ya de una fantasía y el sueño de la casa propia se volvió un mito generacional, mucha gente dejó de pensar en ladrillos y empezó a gastar en cafecitos aesthetic y platos instagrameables. Si la inflación se devora cada peso que ahorrás, la lógica pasa a ser otra: mejor un lujo inmediato que un futuro imposible. Así, la gastronomía se convierte en refugio simbólico de una clase media sin patrimonio: no construye capital duradero, pero entrega placer, identidad y la ilusión de pertenecer a un mundo que todavía parece al alcance.






 
 
 

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