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La Enfermedad Holandesa y el mal argentino: entre diques de consenso y mareas de conflicto

  • Foto del escritor: Dani Russo
    Dani Russo
  • 21 sept
  • 5 Min. de lectura

El hallazgo de gas en Groningen (Países Bajos) en los sesenta expuso a Holanda a la llamada “Enfermedad Holandesa”. Lo que pudo ser un lastre terminó convertido en un modelo de consenso político y diversificación económica. En el otro extremo, Argentina muestra que ni las crisis más devastadoras logran forjar acuerdos duraderos: mientras los neerlandeses levantaron diques contra el mar, acá seguimos cavando trincheras contra nosotros mismos.


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¿Qué fue la ¨Enfermedad Holandesa¨?

En la historia económica del siglo XX, pocos conceptos grafican con tanta claridad la paradoja de la riqueza como la llamada “Enfermedad Holandesa”. Lejos de ser una metáfora médica, describe cómo el hallazgo de un recurso natural puede arrasar con el tejido productivo de un país si no se administra bien.


El término nació en 1977 en la revista The Economist, al analizar lo que había ocurrido en Países Bajos tras el descubrimiento de un gigantesco yacimiento de gas en Groningen en 1959. Durante los años sesenta, las exportaciones energéticas multiplicaron el ingreso de divisas, fortalecieron a la moneda holandesa y encarecieron los bienes producidos en el país. El resultado fue claro: mientras el sector energético florecía, la industria manufacturera y agrícola perdían competitividad en el mercado global.


El mecanismo económico

El fenómeno tiene dos caras. Por un lado, el efecto gasto: al aumentar los ingresos nacionales, crece el consumo interno, suben los precios de bienes y servicios no transables, como la vivienda y los servicios, y se acelera la inflación. Por otro lado, aparece el efecto de reasignación: capital y trabajo migran hacia el sector del recurso y hacia servicios vinculados al boom, en detrimento de la industria exportadora.

Ese cóctel deriva en una desindustrialización prematura, en la dependencia de un solo producto y en una vulnerabilidad extrema: cuando cae el precio del recurso, el país queda desprotegido. Los ejemplos internacionales son numerosos: el Reino Unido con el petróleo del Mar del Norte, Nigeria y Venezuela con el oro negro, Chile con el cobre y hasta Argentina con la soja, aunque en este último caso de manera más matizada.


El remedio neerlandés

Países Bajos no se resignó a su destino. Tras la crisis de los setenta y la recesión global, en 1982 el famoso Acuerdo de Wassenaar selló un pacto entre gobierno, sindicatos y empresarios, un rasgo distintivo de la sociedad neerlandesa que merece atención. Moderación salarial, control fiscal, inversión en educación e infraestructura, y políticas de concertación social marcaron el inicio del llamado polder model, un estilo de gobernanza basado en el consenso.

La integración europea y la diversificación hacia el comercio, las finanzas, la agricultura de alta tecnología y la industria farmacéutica completaron la receta. Holanda no eliminó la enfermedad de raíz, pero aprendió a convivir con ella y a transformarse en una economía abierta y variada.


Una cultura forjada en los diques

El consenso neerlandés no nació de un repollo. Su origen está en los pólderes, esas tierras ganadas al mar que obligaron durante siglos a campesinos, nobles y comerciantes a cooperar en el mantenimiento de diques y canales. Si uno fallaba, se hundían todos.

Los Países Bajos están asentados en una zona baja, con buena parte del territorio por debajo del nivel del mar. Desde la Edad Media, comunidades enteras levantaron diques y excavaron canales para contener al agua. El término polder designa esas áreas de tierra rodeadas por diques que antes eran mar, lagos o pantanos. La creación de pólderes exigía cooperación: ningún campesino podía drenar un lago o mantener un dique por sí solo. El esfuerzo colectivo era indispensable para sobrevivir.

De esa necesidad nació una de las instituciones más antiguas de autogobierno en Europa: los consejos de agua (waterschappen o hoogheemraadschappen), que aparecieron ya en el siglo XIII e integraban a campesinos, nobles, clérigos y comerciantes. Todos tenían voz y voto, porque todos dependían del mismo dique. Estos consejos son considerados una de las primeras formas de democracia funcional: el poder no se distribuía según linaje, sino según la responsabilidad en mantener el agua bajo control.

Los pólderes forjaron así una lógica de negociación permanente. El dilema existencial frente al mar convirtió la cooperación en regla de vida. Las decisiones se tomaban buscando equilibrio entre intereses distintos y, con el tiempo, la práctica del consenso dejó de ser circunstancial para volverse parte de la cultura política neerlandesa.

En síntesis, los pólderes son la raíz material y simbólica de la cultura de consenso de los Países Bajos. El mar obligó a negociar, el dique obligó a confiar, y esa práctica cotidiana de cooperación se convirtió en capital político e institucional.


Entendiendo de dónde viene la cultura de la cooperación: Calvinismo y liberalismo neerlandés

El calvinismo, extendido en los Países Bajos desde el siglo XVI, fue decisivo para consolidar esta cultura cooperativa. La vida austera y ordenada se convirtió en un valor religioso que legitimaba la productividad individual y la cooperación colectiva. La salvación personal iba de la mano de cumplir reglas comunitarias estrictas, lo que reforzó instituciones estables.

Las iglesias calvinistas, organizadas con relativa autonomía y horizontalidad, favorecieron una política de federación y negociación constante. Esta ética religiosa convivió con una economía mercantil abierta, creando un capitalismo disciplinado pero tolerante, que apostaba a la estabilidad para favorecer los negocios. El resultado fue un país que convirtió la cooperación en virtud cívica y la negociación en herramienta de supervivencia.


El contrapunto argentino


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La idiosincrasia argentina es muy distinta. El territorio fue brutalmente invadido por la

corona española, y esa herencia marcó la política con un sesgo conflictivo. Desde Yrigoyen hasta Perón, desde los neoliberales hasta los Keynesianos, la política se construyó en clave de amigos y enemigos, donde pactar con el rival se percibe como traición, ya que más que ¨pactos¨ lo que acá sucede son ¨transas¨ entre funcionarios del gobierno, empresarios y sindicalistas acomodados y excedidos en poder, en beneficio de unos pocos (los poderosos) y en desmedro de la población de a pie.

Los sindicatos, nacidos en un clima de lucha contra Empresas y Estado, desarrollaron una identidad combativa frente a patronales históricamente ventajistas. El Estado, por su parte, nunca se consolidó como árbitro neutral: cada cambio de gobierno trastocó las reglas del juego. Las crisis recurrentes reforzaron la lógica de culpar al adversario y buscar derrotarlo.

En ese contexto, cada actor social buscó salidas individuales —dólares, contactos, economía informal— debilitando aún más la cooperación. Ni siquiera en la catástrofe de 2001 surgió un consenso estructural: en lugar de un pacto nacional, se multiplicaron las fracturas y cada sector defendió lo suyo.


Lecciones para el sur

La experiencia neerlandesa deja una advertencia: el peligro compartido no garantiza unidad. Hace falta un entramado institucional que premie la cooperación y castigue el incumplimiento.


En Países Bajos, la geografía se transformó en metáfora de la cooperación: el agua obligó a negociar. En Argentina, la crisis reiterada se convirtió en combustible de la confrontación.

La lección es clara: los recursos y el talento no bastan. Se necesita confianza mutua, instituciones sólidas y un proyecto común. El verdadero desafío argentino no es solo económico, sino cultural: transformar la confrontación en cooperación, y la crisis en oportunidad para construir futuro.


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